La grieta

Carlos Conde

9/17/20256 min read

a crack in the ground with a crack in it
a crack in the ground with a crack in it

La grieta

Me despierto sintiendo que la tierra se mueve, oyendo el sonido de una sirena, percibiendo algo más… algo que no logro ubicar, pero que tal vez me alarmó más que todo.

Recibo el caudal de emociones y sensaciones que se vienen desde los recuerdos del temblor grande, el peor de todos. Siento el impacto de los recuerdos de todo lo sucedido y lo que podría suceder, de lo que se ha temido durante años, de lo que se ha acumulado en el alma.

¿Habría que lamentarse de la terquedad, de la propia y de la compartida, de elegir seguir viviendo en este departamento en el último piso de este edificio? ¿Qué se le va a hacer? Si esto es lo que dejaron los padres, lo único que pudieron, aparte de la educación. ¿Cómo deshacerse de él?, ¿cómo mudarse?, ¿a dónde ir que se pueda ser más lo que se es, lo que siempre se ha sido, separados y juntos? En aquella ocasión, al darse cuenta de la gravedad, ya era demasiado tarde para bajar. Adentro, entonces, al baño. Se dice que lo mejor es buscar espacios pequeños que permitan que, en caso de derrumbe, Dios no lo quiera, se forme el triángulo de la vida. Ahí se estuvo mucho tiempo, demasiado, compartiendo mucho más de lo que nunca se había compartido, hasta lo más escatológico, en todo sentido de la palabra. Siempre había habido cercanía; tal vez demasiada en algunos momentos, pero qué se le iba a hacer si uno era todo lo que el otro tenía. Ser gestados juntos, nacer juntos -o casi-, crecer juntos, descubrir juntos las cosas, no todas, pero sí las que cuentan. Seguir viviendo juntos; sí, a pesar de la edad.

Fue muy fuerte. Primero oscilatorio, luego, trepidatorio, luego otra vez oscilatorio, explicaron más tarde en las noticias. Se cayeron edificios cercanos. No se podía ver lo que sucedía más que por unas pequeñas rendijas de la ventanita, pero bien que se podía oír todo, los estruendos, los gritos y, más tarde, las sirenas de los servicios de emergencia que se acercaban, las personas que comenzaban a organizarse para quitar escombros y buscar muertos y vivos. Sentados en el piso, frente a frente, se intentaba fingir que no se estaba asustado, en parte para no asustarnos mutuamente, en parte para no ceder al propio miedo. Afortunadamente, tal vez milagrosamente, el edificio resistió, pero durante y después el miedo estaba en su máximo; una pequeña grieta empezó a formarse en el piso del baño, justo entre los dos, hermano y hermana, que estaban más cerca que lo que habían estado desde hacía muchos años, casi desde que se hicieron adultos. No era gran cosa, solo una grietita pequeña, inofensiva, casi tímida, como si tuviera miedo de existir, vergüenza de existir, casi como si pidiera perdón por la osadía de haber surgido justo ahí, justo entonces.

Se la mira, no se dice nada, se miran uno a la otra, una al otro. Hasta entonces se había estado casi en silencio, pero entonces se empieza a hablar… y a hablar… y a hablar. Todo, o casi, lo que no se había dicho en toda la vida, sale entonces. Que si una había nacido unos minutos antes que el otro, que si siempre se había creído la mayor solo por esos instantes, que si en la adolescencia se había sido insoportable uno con la otra, que si le había hecho la vida imposible, que si su colección de novias evidenciaba que no podía relacionarse bien con nadie. En fin. De ahí, se pasa a los padres, aunque es difícil llamarlos así cuando se limitaban a proveer, imponer reglas, regañar, mostrar sus logros académicos y laborales, presumir a sus gemelitos, y poco más que eso. No eran malos padres ni malos seres humanos, solo eran… pues así: inteligentes, bellos, güeritos, exitosos, no ricos lo que se dice ricos, pero tampoco con carencias. Bien adaptados, sería una de las mejores cosas que se podría decir de ellos. Nacieron, fueron bien educados en institutos caros, crecieron, se rebelaron apenas lo adecuado para ser considerados adolescentes normales, fueron a buenas universidades –licenciaturas, maestrías, doctorados–, pasaron a buenos trabajos en centros de investigación y a dar clases en los mismos institutos, se conocieron, se casaron, no demasiado jóvenes, pero tampoco demasiado viejos como para llegar a ser mal vistos. A final de cuentas, ambos trabajaban mucho, pobrecitos, no tenían casi tiempo para el amor. Viajaron un poco, se apoyaron, casi nunca peleaban, todo lo resolvían con diálogo empático y asertivo, como se diría hoy en día. Tuvieron hijos, claro, cuando ya les llegaba mucho el famoso “para cuándo”. Los educaron bien, con niñeras, en guarderías cuidadosamente seleccionadas, en escuelas de prestigio desde la infancia hasta la universidad. En fin, padres modelo afuera, padres distantes adentro. Y ya.

Se sigue hablando. De vivencias, de novios y novias que habían corneado, o que habían sido corneados, de fracasos escolares, deportivos, de accidentes. Luego se pasa a los sueños, a las esperanzas que alguna vez se habían tenido, al lento transcurrir de los años, al letargo que se fue instalando en el mundo, en el departamento. A esa serena zona gris entre felicidad e infelicidad en la que se vivía. Juntos, pero cada quien en lo suyo, sin demasiadas salidas más allá de lo necesario, sin demasiados amigos más allá de los que buscaban a veces descanso de la fiesta y venían entonces y se jugaba juegos de mesa, se charlaba un poco de política, un poco de filosofía, un poco de ciencia, con algún vinito y algún postrecito rico después de una cenita bien elegida. Luego se iban y se retomaban las miradas casi con precaución, casi con demasiado respeto, casi con aburrimiento.

Solo de una cosa no se habló, claro, de unos recuerdos que a veces parecían muy presentes y a veces parecían olvidarse. A veces se percibía como una barrera de incomodidad, mientras que en otras ocasiones se sentía un afecto incluso sofocante. ¿Para qué remover esa tranquilidad con una charla sobre cosas que nunca debieron haber sucedido? Pero es que nadie lo había dicho, es que se sale de la niñez sin saber casi nada de esas cosas, sin que nadie dijera lo que sí se podía y lo que no. Solo después se va sabiendo, por la televisión, por la escuela. En cuanto se entiende, simplemente se deja de hacer. Nunca más. Nunca decirlo a nadie. Nunca hablarlo entre ellos. No había para qué, ni siquiera ahora… con lo demás bastaba; era entendible: el susto debió aflojar las lenguas, como no lo habían logrado ni el alcohol ni la culpabilidad ni el psicoanálisis al que se había ido durante años para nada.

El tiempo pasaba. Moverse no es algo a lo que era posible atreverse. Se sabía que la grieta era demasiado pequeña, que el temblor ya se había detenido hacía mucho, que los vecinos del edificio habían sido desalojados, por precaución. Se seguía estando quietos. Era solo estar, de nuevo, en silencio, frente a frente, en ese baño, observando la grietita.

Eventualmente llegaron los de Protección Civil, hubo cierta curiosidad en sus miradas; por el hecho de no haber salido, supongo, de haberse quedado ahí cuando evidentemente ya no había peligro, pero tampoco se le dio mucha importancia. Se sucedieron las revisiones, el declarar que se estaba bien, excepto por el susto. Días después vinieron los de Municipio para revisar que el edificio no hubiera sufrido daños de cuidado, que lo pusieran en riesgo. Ante la pregunta, se dijo que no se había notado nada fuera de lo común; ni siquiera pidieron pasar: tenían prisa y no había razón para desconfiar. No se lo había pensado ni acordado; tal vez se impuso la vergüenza de hablar de esa pequeña grietita. Se consiguió cemento blanco y se la rellenó, quedando una ligera marca entre azulejos, pero no es que importara mucho.

No hubo obsesión -y eso es raro, porque lo obsesivo era rasgo dominante en ambos, con el lavar los platos, la ropa, el orden estricto de los muebles, de los libros, de todo-. Si se lo pensara, sería muy raro que la grieta no hubiera causado mayor conmoción, que se siguiera la vida normal, como si nada, como si nunca.

Ya más despierta, salgo de la cama y me dirijo hacia las escaleras para ponerme a salvo, le grito a mi hermano para saber dónde está y siento alivio al oírlo cerca de la puerta. Camino por el pasillo hacia la salida y entonces ubico qué fue lo que realmente me alarmó, no el sismo, no la alerta, no, fue algo raro que proviene, no sé cómo lo sé, de nuestra pequeña grieta en el baño; no es un ruido, es más como una sensación visceral indefinida. No importa; a final de cuentas, hay cosas que solo son, que solo fueron, en las que ni siquiera vale la pena detenerse. ¿Qué se le va a hacer?