El puente

Cuento

Carlos Conde

5/14/20255 min read

brown concrete bridge
brown concrete bridge

No es que confiara en él, sino que no era consciente del peligro. Me educó para ocultar mis emociones, sobre todo el miedo. Era lo que un padre hacía; eso y no estar casi nunca. Tal vez es por eso que ese viaje al puente se me grabó tanto… hasta podría admitir que tuvo un fuerte impacto en mí. (Decir “impacto” aquí tal vez no sea la mejor elección de palabras.)

Hay vivencias que necesitamos repetir para comprender o, tal vez, necesitamos comprobar que son irrepetibles e incomprensibles. Creo que eso me empujó a venir de nuevo. (Otra vez, creo que “empujar” no es el mejor verbo en este punto.) ¿Por qué me habrá traído aquí? Solo tengo conjeturas, como que intentó proporcionarme una experiencia emocionante, como que inconscientemente quería sentirse superior a mí y hacerme sentir que él era más poderoso. En el fondo, ¿quién sabe? (Nuevamente, “en el fondo” no es una buena expresión; ¿por qué mi mente insiste en frases desafortunadas?)

La vista es maravillosa: por debajo, solo hay niebla, a poca distancia; se ve la ciudad a lo lejos, las aves volando, las montañas alrededor asentadas sobre un piso de nubes. Casi dan ganas de saltar y hundirse en ellas. Miro, metafóricamente, hacia atrás, ¿o podría decir hacia abajo?, ¿se podría pensar la vida como un camino donde el fondo sería el nacimiento y la cúspide sería la muerte?

Bayes es el apellido del hombre que construyó esta obra maestra de ingeniería; eso lo supe años después y, en realidad, no importa: ningún conocimiento sobre el puente –ni sobre nada– sirve para cambiar lo pasado ni lo futuro. Creo que mi padre estaba seguro, e ingenuamente orgulloso, de que yo confiaba en él y se construyó la fantasía de que por eso yo no había tenido miedo al asomarme hacia abajo. Supongo que se habría sentido decepcionado si hubiera sabido que tal confianza no existía, solo un vínculo de vacío y de silencio que hacía que no fuera posible expresar nada, un lazo que ni siquiera permitió el afecto, porque no había nada más que vapor sobre lo cual sostenerlo.

Tal vez todo tiene su lado positivo. Recuerdo haberme sentido desconectado de él, y después haberle perdido no solo todo respeto, sino también toda consideración. Algo sí debo concederle: en una de esas repetitivas perlas de “sabiduría” que los padres suelen lanzar a los hijos y que les hacen sentirse tan pagados de sí mismos, me decía que todos necesitamos un empujoncito de vez en cuando. (Caigo en la cuenta ahora de que mi mente no solo insiste en recurrir a palabras y frases inapropiadas, sino que además parece especialmente inclinada al humor negro.)

Hoy no es aniversario de nada ni es que necesite yo un recordatorio o un memorial físico de lo que hubo y de lo que no, de lo que pasó y de lo que no. Solo me sentí atraído a venir contemplar de nuevo el vacío. Con más miedo esta vez: ya no soy ese niño que no sabía lo que podía pasar. Al ir creciendo me enteré de muchos sucesos ligados a este puente, que se volvieron parte de su realidad para mí. Los lugareños lo llaman “el que precede”, como en la frase que dice “el orgullo precede a la caída”.

En aquella ocasión, al estar explorando, hallé un escondite entre la barandilla y unos pilares metálicos, donde desaparecía de la vista, gracias al juego de sombras que dominaba ese espacio. Sin saber muy bien por qué, ahora vuelvo ahí y entro en una contemplación sobre el vacío de nuestros actos humanos. Tras un rato me llama la atención a lo lejos un hombre que avanza en mi dirección, se mueve con agilidad y hasta da una impresión de fortaleza. Tiene algo singularmente distinto a las personas que se ven esparcidas, solas o en pequeños grupos, a lo largo del puente, muy separadas entre sí; tal vez es algo que me recuerda a mí. Avanza a lo largo de la pasarela, parece estar caminando distraído, pero cuando se acerca a donde hay alguna persona sola su paso parece hacerse más lento y algo en su postura me sugiere que también está más alerta. En algún momento se para, entre dos caminantes que están separados por unos cincuenta metros, y se recarga contra la barandilla, quizá también aprovecha para mirar a las personas delante y detrás. Son escasas y parecen estar abstraídas mirando a lo lejos. Reanuda su caminar y lentamente se acerca a donde se halla una chica sola, observando el paisaje; parece pequeña y delgada. Cuando llega muy cerca de ella, la saluda y parece tropezarse, parece que va a caerse hacia adelante, de rodillas, y cuando la joven, en un impulso, se aproxima y se inclina hacia él para ayudarle, él hace un movimiento muy rápido y un instante más tarde él está incorporado y ella está cayendo. Su grito queda ahogado por el ruido de los coches y camiones que pasan por el centro del puente. Admiro la eficiencia de sus acciones: su cuerpo enfundado en una gabardina ocultaba toda la acción de las personas que había detrás de él, mientras que él mismo podía vigilar hacia dónde estaban mirando las personas delante, para elegir el momento preciso en que nadie los veía. La distancia entre la chica y los demás era suficiente para que su grito se perdiera, y si alguien alcanzó a ver algo de reojo, todo sucedió tan rápido que lo único que percibió fue una mancha borrosa perdiéndose en las nubes a gran velocidad. Como la mente humana se niega a aceptar lo terrible, seguramente habría pensado que era un ave descendiendo rápidamente; hay muchas en la zona y verlas deslizarse es parte de la gran belleza de este sitio. Sí, seguro que debía ser un ave. Él se detiene un momento más en el mismo lugar, como para distraer la atención de cualquiera que hubiera reparado en ella: si voltearan ahora en su dirección pensarían que habían sido engañados por su mirada. No es raro que la mente nos engañe; además, el verlo tan tranquilo y perdido en la contemplación haría que sus sospechas se desvanecieran del todo. Se lo reconozco: es todo un profesional. Después de unos minutos, y estando ya seguro de que nadie notó nada irregular, retoma su andar y se aleja; incluso saluda a algunos de los caminantes, que empiezan a llegar en un número mayor. Nunca repara en mi presencia.

Una vez que se pierde de vista, salgo de mi escondite, con una sensación de gratitud. Nunca aprecia uno la vida tanto como cuando siente su fragilidad.

Mañana seguramente saldrá en el periódico la noticia de una suicida más.

Pienso en mi padre mientras me alejó en dirección opuesta: no estaba del todo equivocado, tal vez; -me lamento un poco- hasta fue algo apresurada y chapucera la forma en que lo mandé a volar. (Por última vez, pésima elección de palabras.)