El perro II
Cuento
Carlos Conde
5/16/20254 min read
Que te ibas, eso dijiste, que ya no me soportabas; como si quisieras arrancarme las entrañas, desgarrarme por dentro.
Ahora sí muy valiente, ¿verdad? ¿Cómo pudiste pensar que te dejaría? Aquí el que manda soy yo. Esta es mi casa; aquí hacíamos las fiestas y borracheras con los compañeros del partido; aquí, con los empresarios, hacíamos los planes para gobernar a la bola de pendejos que son los habitantes de este país, que no saben ni lo que es mejor para ellos, que no saben ni respetar a sus dueños y agradecerles todo lo que hacemos por ellos.
A final de cuentas, no sacrifiqué lo mejor de mi vida, mis mejores años, haciendo política, acumulando riqueza –aunque digan que es mal habida–, ascendiendo en los escalones del poder, hasta llegar a gobernar esta tierra, con mano firme, como debe ser, para defenderlo de sus enemigos, especialmente de los internos, de esos chamaquitos babosos que creían que podían doblegarnos, que podían hacer su voluntad. No pasé años administrando la abundancia, defendiendo el peso como un perro, solo para ser abandonado y menospreciado, una vez que ya no estoy en la Silla, por la hembra que debería quedarse conmigo para siempre. ¿Qué creíste?, ¿que podías comer e irte? Ni madres. “En las buenas y en las malas”, dijo el padrecito cuando nos casó. Y tú bien que disfrutaste las buenas y en cuanto ya no estaba yo en la cima querías abandonar. No lo iba yo a permitir.
Hasta el día de mi muerte sabré que puedo venir a hablar contigo, aunque no me respondas; total, lo único que hacías últimamente era estarme chingando con gritos y con lagrimitas, como si lo único que hiciera yo fuera levantarme cada mañana pensando en cómo joderte, como si todo lo que hice no fue por ti y por nuestros hijos… esos malagradecidos que ya nunca me visitan ni me llaman, que solo hablaban contigo, como si no hubiera sido yo quien los mantuvo, quien les dio estudios en el extranjero, quien les financió sus negocitos pendejos, quien hizo arreglos con empresarios y políticos para que triunfaran, quien arregló sus crímenes con la Policía y quien, finalmente, les ayudó a salir de este país de mierda en el que nos tocó vivir. A ver con quién van a hablar ahora, con quién se van a quejar de que los trato con mano dura y de que no los dejo que se acaben mi dinero. Total, perro que ladra no muerde y estos nunca se atreverán a atacar la mano que les da de comer. En fin, que es mejor tu silencio que tus reclamos.
Dijiste que te ibas, pero esa decisión no era tuya; tú fuiste mía desde el momento en que Dios nos ató en el cielo o, más bien, desde el momento en que yo te eché el ojo, en que me gustaron tus huesitos. ¿Quién te creíste para pensar que podías deshacer ese tipo de lazo solo por tus calzones?, ¿quién, para imaginar que podías abandonarme, irte a meter con otro como si fueras una vulgar callejera?
Claro que no tengo miedo, pues quién te piensas que soy. Aquí, en esta casa, la ley soy yo, como antes lo fui en todo el país, durante todos esos años en que todos me respetaban… o me temían, que para el caso da lo mismo. Incluso ahora, quienes gobiernan me protegen; entre nosotros nos cuidamos, nos rascamos las espaldas, porque nos sabemos todos nuestros trapitos sucios. Además de que aquí la ineptitud de la Policía es providencial. El único peligro son los periodistas, pero a esos los podemos mantener a raya fácilmente; con que sus jefes tengan las manos bien untadas, el daño que pueden hacer es mínimo. A nadie le importa lo que digan; todos saben que nada más les gusta ladrar, pero, como cualquiera, en cuanto se les echa un hueso se aplacan. Todos en este país están tan entumecidos que ya nada les importa, solo les gustan los escándalos para entretenerse, pero de ahí nomás no pasan. Podrán emperrarse, pero de nada les vale.
Claro que habrá algunas preguntas y habrá que soltar algún dinero, pero todo valdrá la pena. Tú aquí te quedas, aunque no me lo agradezcas, aunque me mires con esos ojos de pistola, aunque me supliques. Nadie sabrá nunca de esta habitación, que hice construir para casos de emergencia. Yo creo que ya desde un principio me las olía, que tú solo querías aprovecharte de mí. Todos sabían de tu odio hacia mí en los últimos meses, así que no les será difícil creer que te fuiste y que te perdiste por ahí.
Ahora estarás aquí encerrada el resto de tu vida, en esta jaula a la que perteneces. Nada te faltará mientras yo viva. Si yo llego a faltar, pues mala suerte: nadie te encontrará. Y cuando tú mueras, te espera un hoyo en el jardín de nuestra casa. Claro que te extrañaré, claro que me gustaría que me hablaras con amor, que me acariciaras como al inicio, que me quisieras, pero no intento tragar más de lo que puedo masticar. Me conformo con saber que nunca te irás.
Estarás aquí, en esta casa, para siempre, aunque llegue el momento en que ya ni te vea ni te oiga, en que ya no seas más que huesos para roer.
… y yo no te amo; solo quiero roer tus huesos…
Cicatrices, Real de Catorce